martes, 8 de julio de 2014

Aprende a enfrentarte a las quejas de los clientes

Desde siempre he creído firmemente en la teoría de que todo buen profesional, de cualquier disciplina, es, en mayor o menor medida, arrogante por naturaleza, y que es precisamente esa arrogancia la que lo diferencia de los profesionales mediocres. Al fin y al cabo, la arrogancia suele ser consecuencia de la seguridad en uno mismo, en su trabajo: ¿acaso no da más confianza alguien que está seguro al cien por cien de que ha entregado un trabajo a la altura que alguien a quien le asaltan las dudas sobre la calidad de su obra? Sin embargo, por muy buenos que seamos, hay algo que tenemos que afrontar: no somos infalibles y nos vamos a equivocar. No una vez ni un par de veces, sino muchas. Incluso muchísimas. Y ahí es cuando entra en juego la siempre necesaria humildad, uno de los principales signos de profesionalidad, para nada incompatible con la seguridad en uno mismo. De hecho, cuando mejor se muestra el buen hacer de un profesional, en nuestro caso, de un traductor, es a la hora de enfrentarse a las quejas de un cliente, tenga razón o no.

Durante los años que llevo trabajando de traductora autónoma, me he dado cuenta de que los traductores más humildes que he conocido son aquellos que llevan décadas en ejercicio, mientras que la arrogancia de los más inexpertos es insultante. Y, ojo, yo me incluyo en este último grupo, por el que creo que hemos pasado todos: la propia inexperiencia, por puro desconocimiento e ignorancia, te hace creerte más de lo que en realidad eres, hasta que te pegas el batacazo. Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de todo lo que me queda por aprender y por mejorar, y la única forma de hacerlo es saliendo de la burbuja, siendo humilde y aprendiendo a aceptar tus limitaciones y tus errores. Esto, además de una colleja hacia mi yo pasado, es un aviso a los recién llegados: todos creemos que vamos a comernos el mundo, que somos los dueños de la sabiduría y la razón universal, que valemos más que nadie y que estamos por encima del bien y del mal; nos otorgamos la autoridad de mirar con suficiencia a los demás simplemente porque creemos ser mejores que ellos, tener más o mejor trabajo, haber llegado más lejos (y digo «creemos» porque, en la mayoría de los casos, será solo fruto de nuestra imaginación y nuestro hinchado ego). Pero lo cierto es que, a los veintitantos años, uno no ha conseguido absolutamente nada en la vida ni en el trabajo, más que lograr meter la cabeza en el sector. Y esto es algo de lo que uno no se da cuenta hasta que, como diría toda madre que se precie, madura; en este caso, madura profesionalmente.

Una de las consecuencias de la falta de madurez y, con ello, de humildad, es no saber enfrentarse de la forma adecuada a las quejas y críticas de los clientes. ¿Cómo va a estar una traducción mía mal? Seguro que el que la ha revisado no tiene ni idea. Muchos habréis pensado esto cuando os ha llegado una corrección, una prueba de traducción no superada, una queja de un cliente. Sí, es posible que el cliente se equivoque, porque no siempre tienen la razón, pero es muy probable que el que se haya equivocado hayas sido tú. Siempre da por hecho que el cliente tiene motivos para quejarse o para no aprobarte esa prueba de traducción o para pedirte que modifiques algunas partes de tu trabajo. Y acéptalo con humildad, no como un ultraje ni una ofensa: todos nos equivocamos, pues somos humanos. Si sabes reaccionar bien ante la situación, siempre ganarás puntos con el cliente, muchos más que si hubieras entregado una traducción perfecta, si es que existe. Sé imparcial ante la situación y aprende a reconocer tu error. Si de verdad lo has cometido, soluciónalo lo antes posible y compórtate como un verdadero profesional: tienes la oportunidad no solo de enmendarlo, sino de mostrar a tu cliente que eres alguien digno de confianza. Es lógico que prefieran a un traductor de quien tienen la certeza que les solucionará cualquier problema que pueda surgir antes que a uno que se niega a cumplir con sus solicitudes por su arrogancia o porque su «traducción no tiene ningún error».

Si una vez que has repasado tu traducción con humildad e imparcialidad te das cuenta de que, efectivamente, no hay ningún error ni ningún motivo objetivo por el que quejarse de tu trabajo, aplica la misma profesionalidad en tu respuesta al cliente. Si notas que te hierve la sangre por culpa del inútil del revisor que no sabe hacer bien su trabajo, no respondas de inmediato. Tómate un descanso y escribe tu contestación pasados unos minutos (o unas horas) para evitar ponerte a la defensiva. Yo soy especialista en redactar correos electrónicos larguísimos y borrarlos sin enviarlos, en cuanto me he dado cuenta de lo insensata que estaba siendo. Si, en vez de ponerme a descargar mi ira contra las teclas del ordenador, me hubiera preparado una infusión y me hubiera puesto a leer durante quince minutos, me habría ahorrado unas cuantas úlceras. Responde al cliente con tus argumentos para defender tu traducción de forma profesional y, si es posible, documentada, y te estarás ganando un cliente que confiará en tus capacidades de por vida.